En mi caso, Ray Bradbury fue mi gran amigo literario. Nos conocimos en la adolescencia, nos presentó un bombero que en lugar de apagar fuegos quemaba libros en esa preciosa novela que es Farenheit 451, y acosados por ladridos y sirenas policiales ambos nos refugiamos en un bosque en el que vivían unos seres llamados "hombres libro", cuya objetivo vital consistía en memorizar un libro, el suyo, el que más le marcó en sus lecturas, para salvarlo de las llamas. A partir de ese momento Ray y yo nos hicimos inseparables; su abundante producción narrativa nos unió durante décadas. Viajamos a Marte y allí descubrimos que los marcianos no son esos horribles seres antenudos y cabezones de piel verde que nos han hecho creer, sino unos hermosos individuos que se desplazan grácilmente navegando sobre la arena y contemplándonos desde la tristeza de sus ojos de plata, según nos describió en Crónicas marcianas. Conocimos a mil personajes especiales, sensibles, diferentes que salpicaban todos esos cuentos magistrales de tantos libros de relatos increíbles: El vino del estío, El carnaval de las tinieblas...
Nuestra relación llegó a ser tan íntima que siempre pensé, por muy descabellada e irracional que fuera la idea, que algún día cogería un avión, cruzaría el Atlántico, y me acercaría a él en alguna de las ferias de ciencia-ficción en las que se dejaba ver de vez en cuando para sonreirle, mirarle a los ojos y decirle simplemente: "Gracias, Ray", y, quizás, darle un abrazo. Hoy me he enterado de que ya no podrá ser, de que Bradbury cogió su último vuelo a Marte anoche, a los noventa y un años; y no he podido evitar sentirme un poco más sola. Afortunadamente, siempre podré abrir uno cualquiera de sus libros -todos los tengo a mano, en mi librería- y leer algunas líneas para sentirlo cerca, como...
"...algún día la Tierra será como Marte es ahora. La vida en Marte nos devolverá la cordura; será como una lección práctica de civilización. Aprenderemos de Marte."